martes, 11 de marzo de 2008

"¡Pechotierraaaaaa...!"

POR JAR
Francisco Javier Hernández Chelico padecía de un dolor en una rodilla por lo que acudió al dispensario para que lo checaran. El “doctor” que lo atendió le dio algunas medicinas y le prohibió beber.
Pero este personaje de telenovela tenía contemplada la organización de una rueda de prensa para presentar el más reciente álbum de la banda Tex Tex en la cantina “La Reforma de Bucareli”, por tanto, se antojaba echarse unos tragos.
Todo transcurrió sin problemas durante el toquín y la comilona, Chelico había librado la tentación de probar el alcohol.
Transcurrida la tarde, Francisco Javier estaba a punto de irse cuando uno de sus "simples conocidos" llegó, por lo que se quedó un rato más.
Posteriormente, dos más de sus compañeros de juerga ocuparon los lugares vacíos y recordaron a un buen cuate, Víctor Guerrero, “El Padrino”, como le decíamos, jefe de la sección editorial de EXCELSIOR, que días antes murió de un paro cardiaco.
La nostalgia llegó al corazoncito de Chelico y de plano le entró al chupentín.
Siete bolas de cerveza campechana de barril y no menos de ocho cubas libres después, Chelico comenzaba a tambalearse, pero no sabía si era por efectos etílicos o la rodilla se le había subido a la cabeza.
La noche siguió en el Carton, una cantina donde suelen acudir reinas de la noche y trovadores para que los "parroquianos" saquen a flote sus dotes de galán o cantantes.
Ahí, Chelico continuó su jornada briagadal: “¡Salud por ‘El Padrino'!”, se escuchaba. El choque de los vasos era lo único que mediaba entre el brindis y el alcohol en el gañote.
La una, las dos, las tres de la mañana, y Chelico seguía en la nostalgia, no era para menos, “El Padrino” se merecía cada dedicatoria.
4:30 de la mañana: Chelico ya no puede más. Entre su mal de rodilla y el alcohol lo han hecho, diría Mauricio Garcés, “pedazos”, por lo que decide irse a casa.
En compañía de uno de sus “simples conocidos” aborda un taxi y pide que lo lleven a Santa María la Rivera. En el transcurso del Monumento a la Revolución a ese barrio, Chelico habla con cierta incoherencia: “Esta es toda una colonia porque además de que han nacido aquí muchos célebres personajes, tiene su alameda con kiosco”, ahora sí, la medicina le hacía efecto, comenzaba a delirar.
Al llegar a su “humilde residencia” como él mismo calificó a su cantera, su compañero lo dejó como quien prefiere abandonar a un niño cuando sabe que no tiene con que alimentarlo. Pero no tocó y se echo a correr, Chelico, pese a los estragos etílicos, se asumió todo un torero: “¡Dejadme solo!”, sacó el manojo de llaves que siempre porta, tipo San Pedro (cualquier semejanza es culpa de La Biblia), y eligió una para abrir el zaguán.
Al ver que Chelico no estaba tan cruzado, su “simple conocido” le dijo al taxista que se dirigiera rumbo al norte.

EN COMBATE
Dueño de la situación, Chelico lanzó para si mismo la consigna que suele decirle a otros cuando está verdaderamente estúpido (entiéndase pedísimo): “¡Un, dos, tres, Calderón!” (nada que ver con el que dice es Presidente) y al dar el primer paso, ahora sí que “en el patio de su casa”, cual arbolito que cortan en el Ajusco para satisfacer las necesidades navideñas, se desplomó.
Era horario de verano y sabía que en cualquier momento algunas de sus vecinas irían por la leche, así que trato de incorporarse, no pudo.
Fue entonces que recordó cuando estuvo en la Guerra de Vietnam y comenzó a deslizarse sobre el piso pedregoso. Con la correa de su mochila, “La chayotera”, cruzada en su pecho, Chelico se impulsaba para poder llegar a la puerta de su hogar, librando cualquier obstáculo que se le presentara, al tiempo de cuidarse no ser descubierto por el enemigo.
Fueron los quince minutos más largos de su vida.
Codo a codo, literal, avanzaba sobre la maleza. Fue entonces que se topó con un tanque… de gas, y como pudo, lo libró.
Después, escuchó que un combatiente enemigo se acercaba. Sí un cabrón sin corazón hizo un reconocimiento para ver si el boiler estaba prendido. De inmediato, Chelico trató de meterse a una fosa para protegerse, pero estaba llena de agua. En efecto, ese hoyo lo habían hecho para verificar una fuga de agua en la vecindad.
También escuchó varias armas químicas explotar cuando pasó cerca de la ventana de la recámara de su vecino, por ello, abrió su mochila y sacó de inmediato su mascarilla, no la traía. Se conformó con el paliacate donde suele guardar las monedas que les da a las del “amor fingido”.
Parecía que no la libraba... pero por fin llegó.
Quiso alcanzar la cerradura, pero su escaso brazo apenas si llegaba a media puerta.
Con todo el dolor de su corazón, con esa “franqueza que tal vez juzguen descaro”, Chelico tocó la puerta.
Su esposa se levantó de la cama y fue a ver de quién se trataba. Hizo a un lado la cortina y no vio a nadie por lo que pensó se trataba de una broma, así que acudió a conciliar el sueño.
Cuatro pasos después, escuchó nuevamente que tocaban la puerta. Encabronada, como cuando los evangélicos chingan a las siete de la mañana en domingo, la esposa de Chelico se enfiló a la puerta con la intención de soltar dos que tres mentadas.
Al hacer a un lado la cortina no vio a nadie, pero cuando estuvo a punto de soltarla, se dio cuenta como una manita le hacía señas para que observara hacia abajo. Intrigada, abrió.

Cual fue su sorpresa al observar al pobre Chelico en el suelo, como si le hubieran propinado una madriza.
-¿¡Qué te pasó!?
- Luego te digo, ayúdame a entrar al chante.
La señora no tuvo otra que auxiliar al borrachín y llevarlo a la cama.
Al día siguiente, con cruda, etílica, médica y moral, Chelico no quería saber nada del mundo, de tal suerte que cuando pudo levantarse de la cama fue al médico para que lo alivianara.
Una semana después, Chelico estaba convencido de ir a jurar a La Villita. Por fortuna no hizo caso a los malos pensamientos y hoy sigue en el agua. El “pechotierra” quedó para la historia de las batallas perdidas.

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