lunes, 25 de febrero de 2008

El Dios-alcohol nos transporta a otras dimensiones y sólo pide en sacrificio una doncella-neurona


EL TORVIC Y SU DESENCUENTRO CON DILLINGER

Por Aguas Lodosas

Víctor Corona desde muy morro fue bueno pa’l patín y el trompón, los más gallones del barrio lo respetaban desde muy chavo porque no se abría de capa y muy pronto encabezó una palomilla de puro cábula entrón, que a su vez estaba relacionada con las banditas de lacras de todo Tizapán y de otros barrios más lejanos, de donde llegaban no sólo ñeros vaguillos y valemadres, sino delincuentes de las grandes ligas.
Me tocó estar con él en la secundaria 68 de Tlacopac, muy cerca de San Ángel, y vi como ahí también movía tropa y por igual lo respetaban. El Torvic o El Corona como lo conocía la mayoría de la banda, era espigado, piel blanca, pelo castaño, sus ojos eran claros, eso sí, bien despiertos y vivaces aún en la pachequez, pues también desde jovenazo le gustó “quemarle los pies a Cuauhtémoc”.
Por su parte El Tony era un poco más bajo de estatura, de tez morena, pelo oscuro y quebrado, algunas chavas del barrio lo consideraban “carita” y se enredó con varias de ellas, dejándoles un recuerdito para toda la vida. Se trataba de un vale tranquilo, que difícilmente se metía con alguien sin que no hubiera motivo, más bien era callado y respetuoso, pero llevaba, como dicen, “la música por dentro”. No sé porque artes, generalmente andaba con el fogón escondido, y si lo buscaban lo encontraban.
El Tony ya tenía algunos antecedentes que hacía que la banda pintara su raya con él, se aseguraba que le había volado un cachito de oreja un ñero en la 2 de Abril y se corrió tiempo después el rumor, que había tenido que ver en la muerte del Mostrú en el Jardín del arte de San Ángel. Por lo que el mismo Corona lo había apodado Dillinger, como aquel legendario gangster de Chicago, contemporáneo del temible Al Capone.
Al Tony también le encantaba la yerbita vaciladora y tomarse sus tragos, aunque para esto último era más reservado, pero cuando se cruzaba también se ponía loquito y gritaba eufórico durante un buen rato y sus gritos se escuchaban a dos o tres cuadras de distancia.
Pues estos dos vales en su ir y venir cotidiano empezaron a tener fricciones por razones poco conocidas, que quizá pudo haber sido por sus caracteres encontrados o porque simplemente no se caían del todo bien, a pesar de que seguido se les veía entre la banda de hasta de más de diez fumadores. Pero una noche en la tercera privada del barrio de Loreto terminaron aventándose un tiro y el Torvic le puso una madriza al Tony, que lo mandó una semanita encamado en casa, o por lo menos no se le vio por varios días.
Pero el Dillinger, más que tranquilo era un tipo duro y de sangre fría, que no olvidaba las afrentas tan fácil.
Un sábado de julio, de fines de los 80. Se celebraban en la cancha de fut de Loreto los acostumbrados encuentros deportivos. El Torvic andaba hasta la madre y ensillado, cosa rara pues a pesar de ponerle chido a tocho casi siempre se le veía guardando la compostura. Andaba entre otros con su vieja la Julia, una mujer rechoncha de toscos modales y lenguaje agresivo, siempre retadora a sabiendas que tenía el respaldo de su machín.
El Tony también merodeaba por las tribunas del campo con su pequeña hija. El Corona lo picudeó ante la tensión de los presentes que sabían que ambos ya traían pique casado. Víctor lo insultó. “Orale hijo de su pinche madre vamos a aventarnos un tiro”. El Tony sólo lo miraba con rencor y tomando de la mano a su niña. “Ora cabrón, vaya y deje a su chavita, no sea puto”. Se encararon y le dijo el Víctor con un patín en las nalgas. “Vaya por lo suyo y aquí lo espero”.
El Tony salió masticando su rabia por la pequeña puerta del campo que daba al río, donde tenía su casa. Luego de unos minutos regresó solo y lo retó a saltar dentro de la cancha. “¡Ora cabrón ya estoy aquí, vamos a darnos en la madre!” Y el Víctor saltó la alambrada que dividía al campo de las tribunas, Dillinger hizo lo mismo. La Julia siguió a su hombre angustiada a sabiendas que se respiraba ya la tragedia.
El juego se interrumpió ante los gritos y el asomo de las fuscas, los jugadores se miraban impávidos. Los dos ñeros se enfrentaron muy cerca del centro del campo, se insultaron y cada vez se acercaban más. La Julia quiso detener al decidido Dillinger, sabedora de su peligrosidad, pero fue rechazada de un jalón. Se trenzaron en un abrazo los contendientes, forcejearon y gritaron. Todos en las bancas, callados, sabían que alguien saldría muerto o mal herido. Paco y Fernando, hermanos del Torvic contemplaban desde tribunas, ninguno lo quiso detener, sabían que era inútil intentarlo, a pesar de que eran mayores que él.
Los contrincantes cayeron sobre el polvo y sonaron dos o tres disparos secos… El Dillinger se levantó, sacudió el polvo de su ropa, quitó el arma al agonizante y salió con toda tranquilidad por donde había entrado. Todos quedamos perplejos, el silencio taladraba el aire denso y plomizo, pronto todos los asistentes salieron consternados y murmurando. La muerte rondaba con su manto de horror sobre la sangre tibia.
Dillinger huyó, y cuentan que ahora vive como ermitaño en un lugar del Estado de México, irreconocible, carcomido por los recuerdos, miserable de espíritu y existencia.

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